En los Andes, a 2.300 metros de altitud, la blanca casa de Martha Duque se encuentra en la ruta emprendida por los migrantes venezolanos entre la ciudad de Cúcuta, situada justo después de la frontera, y la ciudad de tránsito Bucaramanga. Lo que antes era un rincón tranquilo en una pequeña ciudad donde no pasaba gran cosa, ha llegado a ser actualmente un verdadero hormiguero. Dentro de la casa se han reunido numerosas personas. En el exterior, las familias se sientan al borde del camino con sus equipajes. Martha mira a los trabajadores sociales de Tdh, les sonríe y les dice bromeando: «Vosotros sois buenos – o soy yo, que soy caritativa». Cuando el mercurio cae al límite de cero grados a la noche Martha alberga en su casa a cientos de mujeres acompañadas de sus niños y niñas y distribuye 500 comidas diarias a los migrantes que pasan por delante de su casa.

¿Qué es lo que le ha impulsado a acudir en ayuda de los migrantes venezolanos?

Cada vez llegaban más personas a nuestra ciudad desde Venezuela. Comenzaba a hacer mucho frío y yo no podía dejar que mujeres y niños y niñas, familias enteras e incluso personas minusválidas durmiesen en la calle. Saqué el coche del garaje y puse colchones. Le dije a mi marido: «El coche no se va a poner enferma, la gente sí.» Las familias llegan sin nada, a veces sin zapatos. Los niños y niñas sufren de malnutrición. Algunas mujeres embarazadas deben dirigirse directamente al hospital para dar a luz después de haber caminado kilómetros. Nosotros les acompañamos hasta que estén lo suficientemente en forma para continuar su viaje.

Las llegadas cada vez son más numerosas, por lo tanto, he puesto a su disposición el piso inferior de mi casa. He sacado los muebles del salón y después los del comedor para dejar sitio a las personas que no tienen ningún lugar donde dormir. He dado prioridad a las mujeres y a los niños y niñas, los hombres se quedan cerca de la casa. He dejado la cocina para poder prepararles comidas. Esto ha sido difícil, pero lo he hecho con mucho gusto. Esto ha permitido a estas personas comer al menos una vez al día. Lo más importante no es tener bienes materiales, es ayudar al prójimo, cubrir al menos una de sus necesidades, ver una sonrisa en un rostro fatigado. La gente me pregunta por qué hago esto. Me dicen: «Es tu casa, tu vida, tu intimidad!» ¿Pero de quién voy a preservar mi intimidad cuando hay otros que necesitan esta ayuda?

¿Qué dificultades os habéis encontrado?

Lo más duro, son los vecinos, que están en contra por el ruido, y las autoridades que dicen que no cumplimos las condiciones de un albergue. Yo les respondo que no somos un albergue sino un lugar de paz. La humanidad debe estar siempre por delante de la ley.

¿Hay alguna historia que os haya afectado particularmente?

A menudo me pongo triste pensando lo que las personas deben sufrir. Un día, una familia llego en autobús con un niño enfermo. El niño había tenido convulsiones y su estado se había deteriorado rápidamente en la gasolinera donde se habían instalado para pasar la noche. Ellos se dirigieron al hospital, pero los médicos no pudieron hacer nada para salvarlo. Nosotros nos ocupamos de los padres -la madre apenas tenía 17 años- y les ayudamos a dirigirse hacia dónde querían ir. Esa noche no pude pegar ojo. Pienso que cualquiera de nosotros podríamos encontrarnos en esa situación. Aquí casi todo el mundo tiene parientes en Venezuela. Yo misma viví allí algún tiempo. Mis hijos nacieron allí. Ver un país que posee tantas cualidades ensombrecerse hasta este punto me rompe el corazón.