Aquel día, leyendo el periódico me llamó la atención un artículo en el que hablaban de una fundación que trasladaba a niños de África a España para operarlos. Eran niños con enfermedades curables pero que requerían de intervenciones quirúrgicas que en sus países de origen no se podían realizar por falta de medios. Casualmente, el cirujano que operaba a aquellos niños era el mismo que un par de años antes había operado a una de nuestras hijas al nacer, esto contribuyó a que decidiéramos ponernos en contacto con ellos, con la Fundación Tierra de Hombres y colaborar en su proyecto Viaje hacia la Vida.

Quizás el hecho de que nuestras dos hijas nos dieran dos sustos al nacer (siempre decimos que no hemos tenidos dos partos, sino dos sustos) removieron aún más nuestra conciencia solidaria y nuestra empatía con los padres de esos niños que temen por la vida de su hijos, y que en sus países no tiene medios, recursos o personal cualificado para poder salvarlos. Nuestras hijas por distintas circunstancias en cualquiera de esos países no hubieran sobrevivido, pero los niños que trae la Fundación Tierra de Hombres sí. Ellos tienen patologías complicadas o imposibles de resolver en sus países de origen pero aquí, con los medios y el personal médico que tenemos, son curables.

La cuestión es que decidimos colaborar con la Fundación, empezamos como casi todos, siendo voluntarios y echando una mano allí donde podíamos: haciendo turnos en el hospital acompañando a los niños durante sus ingresos, colaborando en los eventos organizados para recaudar fondos o captar socios, participando en los cursos de formación… hasta que un día nos convertimos en familia de acogida.

Hemos acogido a dos niñas. Gracia tenía 8 meses cuando llegó a Santiago, le realizaron dos operaciones y pasó con nosotros casi 6 meses. Fatou tenía 8 años y estuvo sólo 2 meses en casa, en Coruña. Las experiencias vividas con una y con otra son muy distintas pero igual de intensas.

Gracia era un bebé que además de la patología que sufría tenía también otras complicaciones que nos hicieron implicarnos mucho más con ella. Era un bebé adorable, que desde el minuto uno se hizo querer, que aunque no era especialmente risueña ni expresiva, era capaz de conectar con todo el que le prestara un mínimo de atención.

El día que llegó al aeropuerto permanecerá siempre en nuestra memoria, verla salir en brazos de la voluntaria que la acompañaba, agotada por el viaje, con su mochilita rosa como único equipaje (del tamaño de la de mi hija para el cole), con esa carita de tranquilidad… y nosotros… Nosotros estábamos como motos, atacados, nerviosos, con todo en casa preparado para recibir a un bebé, volvíamos a los biberones, a las papillas, a los cambios de pañal y a tener a un bebé que necesitaba cuidados médicos… vamos que visto así , es casi para asustar a cualquiera. Pues NO, esos nervios se nos pasaron al cogerla en brazos, no extrañaba a nadie. Era chiquitita pero con ese tamaño justito de un abrazo o de un tierno achuchón que ella siempre recibía con agrado.

Ya sabíamos que venía para una estancia larga, y enseguida nos adaptamos todos al ritmo del día a día con ella. Las niñas estaban felices, desde pequeñas hemos querido que se impliquen, que tomen conciencia del mundo en el que vivimos, que conozcan distintas realidades y colaborar con Tierra de Hombres nos ayuda también a ello.

Cuando llegó Gracia, a nuestra niña pequeña le sorprendió que viajara con tan poquitas cosas y sin ningún juguete, así que tomó cartas en este asunto (vital desde la perspectiva de una niña de 6 años) y compartió todo con ella, y cuando digo todo es “todo”: su habitación, sus juguetes, su manta, a su hermana, su tiempo con papá y mamá y entendió el proyecto Viaje Hacia la Vida de Tierra de Hombres mejor que algunos adultos. Ella lo tenía claro, nos decía que Gracia tenía que curarse para poder volver con sus papás y sus hermanos pronto, porque seguro que estaban tristes y con ganas de verla.

El cuidado de Gracia fue compartido por toda la familia, las niñas las primeras, que siempre estaban dispuestas a cambiar pañales, a jugar con ella, a cogerla o a llevarla a dormir, pero también los abuelos. Fue un bebé muy querido entre nuestros allegados, nuestros amigos, los papás de los amigos de las niñas, sus compañeros del cole… Generó un sentimiento especial en todos ellos, vamos que le salieron un montón de “titos” postizos en Santiago y Coruña.

Fatou vino el año pasado (en enero de 2019), su llegada fue distinta. Con 8 años, siendo la pequeña de la familia, y con una cardiopatía que necesitaba de una intervención para resolverse, llegó al aeropuerto de Coruña de noche, completamente agotada y después de un larguísimo viaje.

Me impactó su mirada cuando clavó sus ojos en los míos. Una tristeza infinita. Desolación, quizás miedo. No sabía nada de nosotros. Si lo pienso y pienso en mí… en otro país, con otra cultura, otro color piel y sin nadie conocido como referencia, seguramente mi mirada sería la misma…. Pero a mí me rompió el alma.

La primera noche fue muy dura, no paraba de llorar y de decir que se quería ir a su casa. Siguieron unos días complicados, la comunicación era difícil, ella no nos hablaba, y lo único que decía entre llantos era que se quería ir a su casa. Nos costó un poco más ganarnos su confianza, pero una vez que superamos los primeros días tirando del traductor de francés de Google para hacernos entender todo empezó a rodar. En cuanto empezamos con las consultas médicas y conseguimos que entendiera que una vez que la operaran se iba a su casa se produjo el cambio. Y una vez que la operaron aquellos ojazos que tenía se volvieron vivaces, alegres, era divertida, bromista y muy vergonzosa.

Con ella aprendimos el valor de las cosas, que el agua es importante, que no se puede desperdiciar, que la mitad de un vaso de agua da para lavarse los dientes y que la otra mitad no se tira, sirve para lavar la cara; que los vasos se llenan con lo que vas a beber y ni una gota más; que los grifos se cierran; que para algunos la ducha es una fiesta de la espuma en casa; que el timbre de la puerta de casa de la abuela (y los de los vecinos) son una forma singular de romperle los tímpanos a cualquiera; que los interruptores de la luz y un poco de música son suficientes para montar una discoteca; que una foto de la familia puede ser el bien más preciado; que un juguete del huevo kínder es lo más; que no hay nada más goloso y adictivo que el chocolate y nada más entretenido que unos rotuladores de colores.

Fatou también en nuestra casa era la pequeña y nuestras hijas se volcaron para hacerle más llevadero el estar lejos de casa, le dieron todo su cariño, le enseñaron juegos y canciones, compartieron tardes de risas, le enseñaron a hablar en castellano y ella les enseñó palabras en su idioma, a contar y a cantar. Nos enseñó a hacer esas trencitas en el pelo y aprendimos que para ella “el pelo suelto es de feas”. Fueron dos meses intensos, que nos dejaron una huella imborrable.

Si has llegado hasta aquí leyendo, seguramente te harás dos preguntas:

– ¿y después se van? Si, se van y no volvemos a saber nada más de ellos.
– Lo pasareis fatal, ¿no? Pues sí y no. Es un sentimiento encontrado, por una parte es triste que se acabe pero por otra vuelven a su casa, con su familia, al lugar de donde no tendrían que haber salido.

Desde el primer momento nos hemos puesto en el lugar de esos padres que dejan ir a sus hijos a otro país para que se curen, y que están deseando que se los devolvamos sanos para que continúen con sus vidas donde la dejaron. Me considero afortunada porque aquí tenía un médico y un hospital cuando me hizo falta, y creo que tengo que una obligación moral para ayudar a los que no han tenido la misma suerte que yo solo por haber nacido en otro lugar del mundo.

Gracias a la Fundación Tierra de Hombres y en especial a Raúl y a Carmen.

Familia Losada Crespo (Pepe, Isa, María y Ana)